Por qué tenemos miedo a lo desconocido? Cuál es el trasfondo de no querer entender o aceptar más allá de nuestra zona de confort?
Alguien en algún momento nos dijo como debíamos ser, pensar, vestir y sobre todo, qué podíamos decir y decidir. Crecimos con ese patrón de conducta y temimos al poder de desafiar lo establecido. El concepto de regla es preconcebido, sin cuestionamientos, sin lugar a razonar.
Tener disciplina y guía cuando estamos tiernitos nos ofrece la posibilidad de crecer sin riesgos. Pero, nos garantiza vivir plenamente? Quién dice que lo aprendido y mamado es lo que más nos conviene? A quién le debemos gratitud por sentir limitantes constantes, por creernos capaces de juzgar a quien difiere de nuestro patrón recto de vida… y esto sin entrar en las profundidades morales de lo bueno y lo malo, si no a la simple estrechez de lo que no aceptamos.
Caminamos rumbo a la madurez pensando siempre en no fallarle a los demás, en no desafiar a la sociedad, en cumplir con la obligación de ser igual a los demás (o mejor), pero nunca nos permitieron entender o descubrir por qué; no nos enseñaron a tomar la responsabilidad de ir más allá, con todo lo que esto implica: caer, retar, sentir el rechazo, no ser aceptado, ser marginado, equivocarse… pero también descubrir otra forma de llegar, crecer, mejorar, volver a empezar y, muy probablemente, valorar lo aprendido desde la plataforma de la convicción.
El que se ha atrevido a salirse de los parámetros termina, inevitablemente, encontrando nuevos círculos de aceptación. Por qué no podemos coexistir? Por qué tenemos que migrar de un círculo cerrado a otro? Que nos impide ser únicos en cualquier lugar? Es el miedo a estar solos… es el temor al rechazo… a la crítica…es la nostalgia gregaria… es la falta de autoestima y la poca seguridad que nos acompaña desde nuestra infancia, cuando día con día nos embalsamaron el alma con el agridulce temor a Dios y nos enseñaron con ejemplo la poderosa arma de juzgar.
Una vez que aceptamos la posibilidad de ser distintos, que nace la necesidad de cuestionar, que decidimos crear nuestra propia verdad, empieza la lucha interna que muta diariamente entre coraje, valentía, tristeza, unas veces euforia y otras frustración, pero que no se siente como algo natural, algo que siempre debió ser. Caemos constantemente en el error de culpar a otros y envidiamos a los que aparentemente viven en paz.
El abrirnos a no ser conformistas no nos da derecho a faltarle el respeto a los demás. Qué difícil es quitarnos el nudo en el estómago ante lo que no consideramos familiar, normal, correcto. Pero debemos entender que no necesariamente lo es por decisión propia; lo que fue infundado no es real hasta que no nos convenza. Si en la lucha por tumbar nuestros arraigados prejuicios caemos en la intolerancia, entonces hemos escogido la batalla equivocada; hemos cambiado viejos demonios por nuevos.
No se trata de rechazar todo aquello que nos hace ser quien somos, ni tampoco de cambiar radicalmente nuestras creencias y valores. Simplemente es un proceso de cuestionarlo y convencernos de aquello que nos sirve para ser libres, sensibles, competitivos, generosos y sensatos, dejando de lado aquello que nos limita, nos infunde temor, nos hace creer superiores y nos hunde en un sentimiento constante de culpa.
Tomemos responsabilidad de nuestras decisiones y seamos leales y sinceros con nuestro compromiso de crecer diariamente; dejemos de culpar a los demás por lo que queremos ser y no somos. Aprendamos a compartir y aceptar que en esta vida, nadie tiene la verdad absoluta; todos tenemos derecho a equivocarnos, a experimentar en carne propia para subir un peldaño en la escala de madurez y tolerancia. Debemos convencernos de que si bien la perfección humana no existe, tampoco debería existir la mediocridad.