Hermosillo, Sonora, México; 25 de enero del año 2005
En sus pensamientos siempre tuvo una resolución muy simple: hacer lo que él quería. Bajo ese limpio razonamiento Cortacio Buelna decidió de una vez regir su destino, el de su familia y de lo que sería su negocio. No se requería de gran imaginación para que de un golpe se eliminara todo aquello que tuviera un grado de dificultad, de pericia o todavía de aquello que tuviera que ver con la voluntad de hacer.
Cortacio Buelna era de las pesonas que con determinación habían decidido hacer de la inercia un arte y, como tal, acorde a una disciplina enérgica, de no entrometerse en el destino que los astros querían. Un mínimo esfuerzo podría cambiar la inercia, nada peor para el que apuesta en grande al favor de esas fuerzas.
Entre las coronas ganadas por Cortacio, por los logros a base de inercia, tendríamos como estelar el abdomen pronunciado, desparramado y fuera de cualquier forma estética que pudiera adoptar “algo” en el universo; abdomen o crítica del ser físico que rechaza lo que le dio origen, efecto que la química da a todo aquello descompuesto o adulterado. Otra de las coronas era su semblante, franco, sincero, de pronunciada estupidez, que había logrado para sus planes y “acuerdos” con los astros. Las demás coronas no ameritan descripción, seguían los patrones.
Cortacio Buelna, creyente de la naturaleza, de la mutación para la sobrevivencia, concibió una estrategia para seguir en su estado inmóvil, sin tener que molestarse en la delegación directa de los quehaceres cotidianos que lo podrían abrumar, tuvo la clarividencia de idear un plan que le daría el control de su destino y de su forma de vida a una potencia nunca antes imaginada, un plan maestro que, incluso, lo ocultaría de las voces críticas, que le repudiaban su estilo, de los que compadecían a su familia, de los que, en cierta forma, envidiaban su vida franca.
El plan era sencillo, como era de esperarse, pero no eran muy diferente de muchos otros, solamente debía explotar una necesidad, o más bien un gusto con valor, y como buen observador, en su ángulo de la estática, ubicó quién desearía “la mercancía”. En una comunidad en crecimiento, la fuente de la felicidad eran los pequeños descendientes, quienes imaginaban la compañía de algún cachorro.
Difícil de creer carencia similar, pero el azar parece tener pactos en primera instancia con los análogos de Cortacio. La concepción era buena, la dificultad para obtener el pequeño animal podía superarse gracias a fuentes y cuestiones de las circunstancias. Un pequeño perrito macho venía en camino, pero no vendría sólo, vendría con el complemento natural de más de edad, con la madurez necesaria para iniciar la idea de Cortacio Buelna.
La afirmación de que la naturaleza siempre hace su trabajo no es del todo cierta, lamentablemente, para Cortacio, hubo necesidad de esfuerzos, mínimos, pero fueron ejecutados, pero que importaba, era cuestión de meses para que el pequeño macho estuviera en su momento; el negocio era inminente y la puja por los futuros cachorros ya había comenzado, el plan adelantaba por mucho a lo que se había imaginado Cortacio, no habría que hacer más; la competencia sería nula, jamás una hembra saldría al dominio de alguien.
Ante la emoción y cantidad de planes que circulaban sin parar en el mundo de Cortacio Buelna, arribó el noveno mes del cachorro, etapa en que la anatomía muestra su cauce, en la mayoría de los casos, en éste, el dídimo no apareció en la superficie y con ello tampoco surgirían los sueños de Cortacio. Sin esa pareja nada se podía hacer, todo quedaba arruinado. Cortacio maldijo su desgracia con el mayor esfuerzo que jamás le hubieran visto; nadie lo entendió, por qué no había nada que entender.
Cortacio Buelna era de las pesonas que con determinación habían decidido hacer de la inercia un arte y, como tal, acorde a una disciplina enérgica, de no entrometerse en el destino que los astros querían. Un mínimo esfuerzo podría cambiar la inercia, nada peor para el que apuesta en grande al favor de esas fuerzas.
Entre las coronas ganadas por Cortacio, por los logros a base de inercia, tendríamos como estelar el abdomen pronunciado, desparramado y fuera de cualquier forma estética que pudiera adoptar “algo” en el universo; abdomen o crítica del ser físico que rechaza lo que le dio origen, efecto que la química da a todo aquello descompuesto o adulterado. Otra de las coronas era su semblante, franco, sincero, de pronunciada estupidez, que había logrado para sus planes y “acuerdos” con los astros. Las demás coronas no ameritan descripción, seguían los patrones.
Cortacio Buelna, creyente de la naturaleza, de la mutación para la sobrevivencia, concibió una estrategia para seguir en su estado inmóvil, sin tener que molestarse en la delegación directa de los quehaceres cotidianos que lo podrían abrumar, tuvo la clarividencia de idear un plan que le daría el control de su destino y de su forma de vida a una potencia nunca antes imaginada, un plan maestro que, incluso, lo ocultaría de las voces críticas, que le repudiaban su estilo, de los que compadecían a su familia, de los que, en cierta forma, envidiaban su vida franca.
El plan era sencillo, como era de esperarse, pero no eran muy diferente de muchos otros, solamente debía explotar una necesidad, o más bien un gusto con valor, y como buen observador, en su ángulo de la estática, ubicó quién desearía “la mercancía”. En una comunidad en crecimiento, la fuente de la felicidad eran los pequeños descendientes, quienes imaginaban la compañía de algún cachorro.
Difícil de creer carencia similar, pero el azar parece tener pactos en primera instancia con los análogos de Cortacio. La concepción era buena, la dificultad para obtener el pequeño animal podía superarse gracias a fuentes y cuestiones de las circunstancias. Un pequeño perrito macho venía en camino, pero no vendría sólo, vendría con el complemento natural de más de edad, con la madurez necesaria para iniciar la idea de Cortacio Buelna.
La afirmación de que la naturaleza siempre hace su trabajo no es del todo cierta, lamentablemente, para Cortacio, hubo necesidad de esfuerzos, mínimos, pero fueron ejecutados, pero que importaba, era cuestión de meses para que el pequeño macho estuviera en su momento; el negocio era inminente y la puja por los futuros cachorros ya había comenzado, el plan adelantaba por mucho a lo que se había imaginado Cortacio, no habría que hacer más; la competencia sería nula, jamás una hembra saldría al dominio de alguien.
Ante la emoción y cantidad de planes que circulaban sin parar en el mundo de Cortacio Buelna, arribó el noveno mes del cachorro, etapa en que la anatomía muestra su cauce, en la mayoría de los casos, en éste, el dídimo no apareció en la superficie y con ello tampoco surgirían los sueños de Cortacio. Sin esa pareja nada se podía hacer, todo quedaba arruinado. Cortacio maldijo su desgracia con el mayor esfuerzo que jamás le hubieran visto; nadie lo entendió, por qué no había nada que entender.
En la soledad, Cortacio comprendió que el universo trasciende más allá, que aún las fuerzas inertes producen consecuencias infinitas y que los seres sólo tratan de canalizarlas. El mundo reducido a la potencia de Cortacio era abrir consecuencias sobre consecuencias. Un estilo de vida representaba una concepción del mundo, por lo que habría otros más que se ubicarían junto con él, sólo era cuestión de tiempo para el choque. El universo hizo lo simplemente lo suyo.
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